La Boëtie escribe su Discurso sobre la servidumbre voluntaria hacia 1548, cuando apenas contaba dieciocho años de edad. El manuscrito circuló ampliamente, pero fue impreso varios años después de la muerte de su autor. La Boëtie había confiado los manuscritos de sus obras a Montaigne, y este los editó todos en París, en 1571; todos menos el Discurso, porque pensaba incluirlo en el libro I de los Ensayos que estaba escribiendo. Pero los calvinist
as se le adelantaron y realizaron en 1574 una edición pirata parcial, sin nombre de autor, con el título de Le Réveille matin des François. En 1576 realizan una segunda edición, esta vez completa y con el nombre del autor, bajo el título Contra Uno; el texto aparecía junto a otros, en una antología de libelos y panfletos compilados por un hugonote ginebrino y dados a la imprenta con el rótulo de Memoires des Estats de France sous Charles le Neuvièsme. Montaigne renuncia a su proyecto, y en su primera edición de los Ensayos (París, 1580) sustituye el Discurso por los Veintinueve sonetos del difunto Etienne de La Boëtie.
Desde diferentes perspectivas, Moro y Maquiavelo se dirigen al gobernante para indicarle cuál es la mejor forma de gobierno. Etienne de La Boëtie, en cambio, no se va a ocupar del arte de gobernar, sino que se va a plantear el hecho bruto de que haya gobierno, Estado, poder político. Coincide con estos otros autores en su desinterés por «debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son mejores que la monarquía». Como en el caso de Moro y de Maquiavelo, no se trata de analizar las diferentes formas de Estado, sino de reflexionar sobre la relación entre lo político y lo ético; pero esta reflexión ya no la va a hacer La Boëtie desde la perspectiva del gobernante. Lo que le preocupa no es averiguar si la política ha de supeditarse a la ético o si la ética ha de supeditarse a la política, y en función de ello cuál ha de ser la mejor forma de gobernar el Estado. Lo que le preocupa no es que unos Estados estén mejor o peor gobernados que otros, sino el hecho mismo de que sean gobernados, el hecho de que unos hombres manden y otros obedezcan, es decir, el hecho bruto del poder.
«De momento —dice La Boëtie al comienzo de su Discurso—, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones, soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga». Y cuando La Boëtie dice “tirano” se refiere, no lo olvidemos, a cualquier forma de gobierno: «Hay tres clases de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una elección popular, otros a la fuerza de las armas y los demás al derecho de sucesión (...) Aquel que detenta el poder gracias al voto popular debería ser, a mi entender, más soportable y lo sería, creo, de no ser porque, a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de todos los demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución de no abandonarlo jamás. Acostumbra a considerar el poder que le ha sido confiado por el pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos. Ahora bien, a partir del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. No ven mejor manera de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la servidumbre y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia que, por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece por completo en la memoria. Así pues, a decir verdad, veo claramente que hay entre ellos (entre los diversos tipos de tirano) alguna diferencia, pero no veo elección posible entre ellos, pues, si bien llegan al trono por caminos distintos, su manera de reinar es siempre aproximadamente la misma». Creo que el texto no requiere comentario alguno. Habla por sí mismo, con una claridad y una actualidad sorprendentes.
En cuanto a la pregunta sobre el origen o la causa de la servidumbre, La Boëtie va a rechazar las explicaciones habituales según las cuales es el tirano el que impone su tiranía mediante la fuerza o la astucia, mediante las armas o el engaño. Tampoco se impone porque sea el más sabio, el más justo o el más valiente, y porque como tal haya sido elegido por sus conciudadanos, ya que «si se acostumbraran paulatinamente a obedecerle, y a confiar tanto en él como para concederle cierta supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacía el bien que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal». El poder pervierte al hombre más justo; del poder no puede esperarse bien alguno; no cabe establecer diferencias entre el buen y el mal gobernante. No es, pues, del lado del gobernante de donde viene a nacer la servidumbre, La Boëtie rechaza tanto la concepción maquiaveliana del príncipe como la concepción mooreana del jefe sabio. No es en el gobernante, sino en los gobernados, en donde hay que buscar la explicación. La servidumbre no les viene impuesta a los hombres por la supremacía militar, intelectual o ética del tirano, sino que los hombres la eligen de forma voluntaria, la consienten deliberadamente. Ningún tirano, por muy poderoso, astuto o sabio que fuera, podría imponer su voluntad a cientos, a miles, a millones de hombres, si éstos no consistieran en someterse. «Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o peor aún, lo persigue». Son los hombres los que desprecian su propia libertad, porque si la desearan la tendrían. Basta querer la libertad, basta dejar de servir, para que el poder del tirano se desmorone por sí solo, sin necesidad de derribarlo. Es esta servidumbre voluntaria, tan sorprendente y sin embargo tan frecuente, tan enigmática y sin embargo tan cotidiana, la que La Boëtie se propone analizar. Su objetivo es descubrir «cómo se arraiga esa particular voluntad de servir que podría dejarnos suponer que, en efecto, el amor a la libertad no es un hecho natural». Este es el problema al que se enfrenta el autor: mostrar que la servidumbre no forma parte de la naturaleza humana, y que la libertad es en cambio un rasgo esencial de dicha naturaleza. Lo más interesante de esto es que La Boëtie no deriva la libertad de la identidad sino de la diferencia entre los hombres, no la funda en la igualdad natural sino en la natural desigualdad entre ellos. La desigualdad, nos dice, no conduce a la servidumbre sino a la amistad, al efecto fraternal, al reconocimiento mutuo de los que son y se sienten compañeros. Los hombres, en efecto, son naturalmente libres no porque sean naturalmente iguales sino porque son naturalmente compañeros, hermanos, amigos. «Pero si hay algo claro y evidente para todos, si algo hay que nadie podrá negar, es que la naturaleza, ministro de Dios, bienhechora de la humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha sacado de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o, mejor dicho, como hermanos. Y, si, en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó alguna ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo querer ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha enviado aquí a los más fuertes ni a los más débiles. Debemos creer más bien que al hacer el reparto, a unos más, a otros menos, quería hacer brotar en los hombres el afecto fraternal y ponerlos en situación de practicarlo (...) ¿Cómo podríamos dudar que somos todos naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya querido que algunos fueran esclavos? ». No hay, pues, fundamento natural para la servidumbre. ¿Qué es, entonces, lo que hace al hombre abandonar voluntariamente su condición natural, renegar conscientemente de su libertad original? La Boëtie explora varias respuestas. La primera de ellas es la educación, la costumbre: los hombres que han nacido bajo el yugo y que han sido educados en la sumisión se acostumbran fácilmente a ella y no añoran una libertad que nunca han conocido. De esta raz
ón se deriva otra: acostumbrados a la servidumbre, los hombres se debilitan y acobardan, y con ello se enfangan más en el sometimiento. Esto, dice La Boëtie, es algo que conocen perfectamente los tiranos; por eso compran la libertad del pueblo con juegos, placeres y espectáculos; el pueblo se siente de este modo agradecido y satisfecho, sin comprender que los bienes que se le dan son sólo una pequeña parte de los bienes que previamente se le han quitado. Además de estas dos razones, juega también un papel importante la fascinación que los tiranos suelen ejercer sobre el pueblo, encubriendo su poder en una aureola de buenas intenciones, en un decorado de bellas palabras (como “bien público” y “bienestar de todos”), e incluso en una deslumbrante nube de misterio y divinidad. Muchos tiranos de la Antigüedad «iban con la religión por delante, a modo de escudo, y, de ser posible, se adjudicaban algún rasgo divino para dar mayor autoridad a sus viles actos». Y lo mismo hacen los tiranos modernos, añade La Boëtie. Pero todas estas razones son, en cualquier caso, insuficientes. Ni la costumbre ni las astucias del tirano (que compra la libertad del pueblo con los bienes que previamente le ha robado, o que le fascina con su apariencia de esplendor, de omnipotencia y de misterio) pueden llegar a explicar el carácter voluntario de la servidumbre. Explican, en todo caso, el sometimiento de los débiles y de los necios. Por eso La Boëtie da un paso más y enuncia al fin el auténtico secreto de la dominación: «Llego ahora a un punto que, creo, es el resorte y el secreto de la dominación, el sostén y el fundamento de la tiranía. El que creyera que son los alabarderos y la vigilancia armada los que sostienen a los tiranos, se equivocaría bastante (...) Ni la caballería, ni la infantería constituyen la defensa del tirano. Cuesta creerlo, pero es cierto. Son cuatro o cinco los que sostienen al tirano, cuatro o cinco los que imponen por él la servidumbre en toda la nación. Siempre han sido cinco o seis los confidentes del tirano, los que se acercan a él por su propia voluntad, o son llamados por él, para convertirse en cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, rufianes de sus voluptuosidades, y los que se reparten el botín de sus pillajes (...) Estos seis tienen a seiscientos hombres bajo su poder (...) Estos seiscientos tienen bajo su poder a seis mil, a quienes sitúan en cargos de cierta importancia, a quienes otorgan el gobierno de las provincias, o de la administración del tesoro público, con el fin de favorecer su avaricia y su crueldad (...) Extensa es la serie de aquellos que siguen a éstos. El que quiera entretenerse devanando esta red, verá que no son seis mil sino cien mil, millones los que tienen sujeto al tirano y los que conforman entre ellos una cadena ininterrumpida que se remonta hasta él (...) En suma, se llega así a que, gracias a la concesión de favores, a las ganancias, o ganancias compartidas con los tiranos, al fin hay casi tanta gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable (...) No es que no padezcan ellos mismos de la opresión del tirano, sino que esos malditos por Dios y por los hombres se limitan a soportar el mal, no para devolverlo a quien se lo causa a ellos, sino para hacerlo a los que padecen como ellos y no pueden hacer nada». He aquí, pues, el secreto de la tiranía: el tirano se mantiene porque toda una red de pequeños tiranos le apoyan y a la vez se apoyan en él. Con esa red o cadena ininterrumpida de ministros, jueces, recaudadores, gobernadores, intendentes, concejales, etc., La Boëtie no está haciendo sino describir la naciente maquinaria del Estado Moderno. Lo que sostiene al monarca absoluto es esa compleja maquinaria de hombres dispuestos a obedecerle y a mandar en su nombre. Por eso, «al fin hay casi tanta gente para quien la tiranía es provechosa como para quien la libertad sería deseable». En efecto, todo el que obedece es porque espera obtener algún beneficio de ello, porque espera poder ejercer a cambio un dominio absoluto sobre una determinada parcela de lo social, sobre un determinado grupo de hombres. No hay, pues, un tirano y frente a él la masa indiferenciada del pueblo, sino que hay una escisión entre el grupo de los dominadores y el grupo de los dominados, entre aquellos que sostienen al tirano activamente, por su propio provecho, y aquellos que lo soportan y lo padecen sin beneficio alguno. Los dominados son el límite de la cadena, el punto extremo sobre el que ejerce su poder la red de los dominadores, el conjunto de todos aquellos hombres que no tienen a su cargo nadie a quien tiranizar, y que tampoco aspiran a ello. Son, por tanto, los únicos que no mantienen activamente la tiranía. Son, por ello mismo, los más libres y los más dichosos, aunque esto pueda parecer paradójico: «Las gentes del campo, a quienes pisotean y tratan peor que a presidiarios o esclavos, son, no obstante, más felices y más libres que ellos. El labrador y el artesano, por muy sometidos que estén, quedan en paces al hacer lo que se les manda, mientras que el tirano ve a los que le rodean acechar y mendigar sus favores». Los dominadores no se limitan a obedecer al tirano sino que deben anticiparse y doblegarse a todos sus deseos, «sacrificar sus gustos al suyo, anular su personalidad, despojarse de su propia naturaleza, estar atentos a sus palabras, a su voz, a sus señales y a sus guiños, no tener ojos, pies ni manos como no sea para adivinar sus más recónditos deseos, o sus más secretos pensamientos. ¿Es esto vivir feliz? ». Y todo para obtener bienes, favores, privilegios, «sin recordar que ellos mismos son los que brindan al tirano el poder de quitarlo todo a todos y de negar a todos la posibilidad de tener algo que sea suyo». En efecto, releyendo las historias de la Antigüedad se puede comprobar «cuán numerosos son los que, tras haberse ganado con malas artes la confianza del príncipe, ya sea fomentando su maldad, ya sea abusando de su simpleza, acabaron aplastados por ese mismo príncipe. Cuanto más fácil fue su ascensión en los favores del tirano, menos sabiduría tuvieron en conservarlos. De la cantidad de gente que siempre ha frecuentado la corte de los malos reyes, pocos, o ninguno, han podido eludir al fin la crueldad del tirano al que antes habían azuzado contra los demás. En la mayoría de los casos, tras haberse enriquecido a la sombra de sus favores y a costa de otros, terminan ellos mismos por enriquecer a otros». Pero esto mismo hace que el propio tirano esté a merced de sus allegados: «He aquí por qué la mayoría de los tiranos de la Antigüedad solían morir por manos de sus propios favoritos, quienes, tras conocer la naturaleza de la tiranía, no se sentían seguros de los caprichos del tirano y temían su poder».
Llegamos así al punto en el que lo político y lo ético muestran su irreductibilidad. La lógica del poder es contraria a la lógica de la libertad, la complicidad de los dominadores es contraria al compañerismo de los que se sienten iguales, hermanos, amigos. Y no cabe mediación alguna entre ambos tipos de relación social. «Esta es la razón por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una vida virtuosa. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable, su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones, jamás una asociación amistosa. No se aman, se temen; no son amigos, sino cómplices (...) Sería difícil encontrar en la vida de un tirano una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se enturbia». Contrastando con la dulzura de la amistad y el gozo de la libertad, el texto de La Boëtie termina describiendo la ingrata vida de quienes renuncian a ser libres y a tener amigos por obtener los vanos y efímeros goces de la tiranía.
He aquí que la propuesta de La Boëtie consista en mantener los lazos de amistad e incrementarlos con los que comparten la misma opresión del tirano; un pueblo de amigos haría que la tiranía cayera por su propia corrupción, claro que esos amigos para serlo no deberían obedecer ninguna orden emanada del sistema, es decir se plantea aquí la desobediencia civil como eficaz antídoto contra el veneno de lo tiranos, recordando que tiranía es cualquier manifestación del poder.

Desde diferentes perspectivas, Moro y Maquiavelo se dirigen al gobernante para indicarle cuál es la mejor forma de gobierno. Etienne de La Boëtie, en cambio, no se va a ocupar del arte de gobernar, sino que se va a plantear el hecho bruto de que haya gobierno, Estado, poder político. Coincide con estos otros autores en su desinterés por «debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras formas de república son mejores que la monarquía». Como en el caso de Moro y de Maquiavelo, no se trata de analizar las diferentes formas de Estado, sino de reflexionar sobre la relación entre lo político y lo ético; pero esta reflexión ya no la va a hacer La Boëtie desde la perspectiva del gobernante. Lo que le preocupa no es averiguar si la política ha de supeditarse a la ético o si la ética ha de supeditarse a la política, y en función de ello cuál ha de ser la mejor forma de gobernar el Estado. Lo que le preocupa no es que unos Estados estén mejor o peor gobernados que otros, sino el hecho mismo de que sean gobernados, el hecho de que unos hombres manden y otros obedezcan, es decir, el hecho bruto del poder.
«De momento —dice La Boëtie al comienzo de su Discurso—, quisiera tan sólo entender cómo pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas naciones, soportar a veces a un solo tirano, que no dispone de más poder que el que se le otorga». Y cuando La Boëtie dice “tirano” se refiere, no lo olvidemos, a cualquier forma de gobierno: «Hay tres clases de tiranos: unos poseen el Reino gracias a una elección popular, otros a la fuerza de las armas y los demás al derecho de sucesión (...) Aquel que detenta el poder gracias al voto popular debería ser, a mi entender, más soportable y lo sería, creo, de no ser porque, a partir del momento en que asume el poder, situándose por encima de todos los demás, halagado por lo que se da en llamar grandeza, toma la firme resolución de no abandonarlo jamás. Acostumbra a considerar el poder que le ha sido confiado por el pueblo como un bien que debe transmitir a sus hijos. Ahora bien, a partir del momento en que él y sus hijos conciben esa idea funesta, es extraño comprobar cómo superan en vicios y crueldades a los demás tiranos. No ven mejor manera de consolidar su nueva tiranía sino incrementando la servidumbre y haciendo desaparecer las ideas de libertad con tal violencia que, por más que el recuerdo sea reciente, pronto se desvanece por completo en la memoria. Así pues, a decir verdad, veo claramente que hay entre ellos (entre los diversos tipos de tirano) alguna diferencia, pero no veo elección posible entre ellos, pues, si bien llegan al trono por caminos distintos, su manera de reinar es siempre aproximadamente la misma». Creo que el texto no requiere comentario alguno. Habla por sí mismo, con una claridad y una actualidad sorprendentes.
En cuanto a la pregunta sobre el origen o la causa de la servidumbre, La Boëtie va a rechazar las explicaciones habituales según las cuales es el tirano el que impone su tiranía mediante la fuerza o la astucia, mediante las armas o el engaño. Tampoco se impone porque sea el más sabio, el más justo o el más valiente, y porque como tal haya sido elegido por sus conciudadanos, ya que «si se acostumbraran paulatinamente a obedecerle, y a confiar tanto en él como para concederle cierta supremacía, creo que sería preferible devolverle al lugar donde hacía el bien que colocarlo allí donde es muy probable que haga el mal». El poder pervierte al hombre más justo; del poder no puede esperarse bien alguno; no cabe establecer diferencias entre el buen y el mal gobernante. No es, pues, del lado del gobernante de donde viene a nacer la servidumbre, La Boëtie rechaza tanto la concepción maquiaveliana del príncipe como la concepción mooreana del jefe sabio. No es en el gobernante, sino en los gobernados, en donde hay que buscar la explicación. La servidumbre no les viene impuesta a los hombres por la supremacía militar, intelectual o ética del tirano, sino que los hombres la eligen de forma voluntaria, la consienten deliberadamente. Ningún tirano, por muy poderoso, astuto o sabio que fuera, podría imponer su voluntad a cientos, a miles, a millones de hombres, si éstos no consistieran en someterse. «Son, pues, los propios pueblos los que se dejan, o mejor dicho, se hacen encadenar, ya que con sólo dejar de servir, romperían sus cadenas. Es el pueblo el que se somete y se degüella a sí mismo; el que teniendo la posibilidad de elegir entre ser siervo o libre, rechaza la libertad y elige el yugo; el que consiente su mal, o peor aún, lo persigue». Son los hombres los que desprecian su propia libertad, porque si la desearan la tendrían. Basta querer la libertad, basta dejar de servir, para que el poder del tirano se desmorone por sí solo, sin necesidad de derribarlo. Es esta servidumbre voluntaria, tan sorprendente y sin embargo tan frecuente, tan enigmática y sin embargo tan cotidiana, la que La Boëtie se propone analizar. Su objetivo es descubrir «cómo se arraiga esa particular voluntad de servir que podría dejarnos suponer que, en efecto, el amor a la libertad no es un hecho natural». Este es el problema al que se enfrenta el autor: mostrar que la servidumbre no forma parte de la naturaleza humana, y que la libertad es en cambio un rasgo esencial de dicha naturaleza. Lo más interesante de esto es que La Boëtie no deriva la libertad de la identidad sino de la diferencia entre los hombres, no la funda en la igualdad natural sino en la natural desigualdad entre ellos. La desigualdad, nos dice, no conduce a la servidumbre sino a la amistad, al efecto fraternal, al reconocimiento mutuo de los que son y se sienten compañeros. Los hombres, en efecto, son naturalmente libres no porque sean naturalmente iguales sino porque son naturalmente compañeros, hermanos, amigos. «Pero si hay algo claro y evidente para todos, si algo hay que nadie podrá negar, es que la naturaleza, ministro de Dios, bienhechora de la humanidad, nos ha conformado a todos por igual y nos ha sacado de un mismo molde para que nos reconozcamos como compañeros, o, mejor dicho, como hermanos. Y, si, en el reparto que nos hizo de sus dones, prodigó alguna ventaja corporal o espiritual a unos más que a otros, jamás pudo querer ponernos en este mundo como en un campo acotado y no ha enviado aquí a los más fuertes ni a los más débiles. Debemos creer más bien que al hacer el reparto, a unos más, a otros menos, quería hacer brotar en los hombres el afecto fraternal y ponerlos en situación de practicarlo (...) ¿Cómo podríamos dudar que somos todos naturalmente libres, puesto que somos todos compañeros? Y ¿podría caber en la mente de nadie que, al darnos a todos la misma compañía, la naturaleza haya querido que algunos fueran esclavos? ». No hay, pues, fundamento natural para la servidumbre. ¿Qué es, entonces, lo que hace al hombre abandonar voluntariamente su condición natural, renegar conscientemente de su libertad original? La Boëtie explora varias respuestas. La primera de ellas es la educación, la costumbre: los hombres que han nacido bajo el yugo y que han sido educados en la sumisión se acostumbran fácilmente a ella y no añoran una libertad que nunca han conocido. De esta raz

Llegamos así al punto en el que lo político y lo ético muestran su irreductibilidad. La lógica del poder es contraria a la lógica de la libertad, la complicidad de los dominadores es contraria al compañerismo de los que se sienten iguales, hermanos, amigos. Y no cabe mediación alguna entre ambos tipos de relación social. «Esta es la razón por la que un tirano jamás es amado, ni ama él mismo jamás. La amistad es algo sagrado, no se da sino entre gentes de bien que se estiman mutuamente, no se mantiene tan sólo mediante favores, sino también mediante la lealtad y una vida virtuosa. Lo que hace que un amigo esté seguro del otro es el conocimiento de su integridad. Tiene como garantía de ello la naturaleza de su carácter amable, su confianza y su constancia. No puede haber amistad donde hay crueldad, deslealtad, injusticia. Cuando se juntan los malos, siempre hay conspiraciones, jamás una asociación amistosa. No se aman, se temen; no son amigos, sino cómplices (...) Sería difícil encontrar en la vida de un tirano una sólida amistad, ya que, al estar por encima de todos y no tener iguales, se sitúa más allá de los límites de la amistad, que sólo se da en la más perfecta equidad, cuya evolución es siempre igual y en la que nada se enturbia». Contrastando con la dulzura de la amistad y el gozo de la libertad, el texto de La Boëtie termina describiendo la ingrata vida de quienes renuncian a ser libres y a tener amigos por obtener los vanos y efímeros goces de la tiranía.
He aquí que la propuesta de La Boëtie consista en mantener los lazos de amistad e incrementarlos con los que comparten la misma opresión del tirano; un pueblo de amigos haría que la tiranía cayera por su propia corrupción, claro que esos amigos para serlo no deberían obedecer ninguna orden emanada del sistema, es decir se plantea aquí la desobediencia civil como eficaz antídoto contra el veneno de lo tiranos, recordando que tiranía es cualquier manifestación del poder.